3/10/2014

5 HOMBRE, DE ESTRATIS EL MARINERO DESCRIBE A UN HOMBRE, DE SEFERIS

5 HOMBRE

Desde entonces he visto muchos paisajes nuevos; campos verdes donde se juntan la tierra con el cielo, el hombre con la semilla en medio de una humedad irresistible; plátanos y abetos con visiones borrosas y cisnes inmortales porque habían perdido su voz -un decorado que desplegaba mi voluntario compañero, aquel cómico errante, mientras usaba la larga bocina que le había destrozado los labios y con una voz atronadora derrumbaba, como la trompeta de Jericó, lo que acababa de construir. Vi también una vieja pintura en una habitación de techo bajo; mucha gente la admiraba. Representaba la resurrección de Lázaro. No recuerdo ni a Cristo ni a Lázaro. Sólo me acuerdo de la repugnancia pintada en un rostro que miraba en una esquina el milagro, como si estuviera oliendo. Se esforzaba por contener la respiración con un enorme pañuelo que le colgaba de la cabeza. Este caballero del Renacimiento me enseñó a no esperar mucho del Juicio Final...

Nos decían: cuando estéis sometidos venceréis.
Fuimos sometidos y encontramos la ceniza.
Nos decían: cuando améis venceréis.
Amamos y encontramos la ceniza.
Nos decían: cuando renunciéis a vuestra vida venceréis.
Renunciamos a nuestra vida y encontramos la ceniza...

Encontramos la ceniza. Falta que volvamos a encontrar nuestra vida, ahora que no tenemos nada. Imagino que aquel que vuelva a hallar la vida, pese a papeles, a tantas sensaciones, tantas luchas y tantas doctrinas, será alguien como nosotros, sólo que un poco más duro de memoria. Nosotros, imposible, aún recordamos lo que hemos dado. Aquél recordará tan sólo cuánto gano por cada ofrenda suya. ¿Qué puede recordar una llama? Si recuerda un poco menos de lo preciso, se apaga; si recuerda un poco más de lo preciso, se apaga. ¡Ojalá pudiera enseñarnos, mientras arde, a recordar con precisión! Yo he terminado; si al menos hubiera otro que empezara donde yo he terminado. Hay momentos en que tengo la impresión de haber llegado al límite, de que todo está en su sitio, dispuesto a cantar al unísono. La máquina a punto de arrancar. Puedo, desde luego, imaginarla en movimiento, viva, como algo insospechadamente nuevo. Pero hay algo más: un obstáculo ínfimo, un grano de arena que mengua, mengua sin ser capaz de reducirse a la nada. No sé qué tengo que decir o qué tengo que hacer. Este obstáculo se me presenta a veces como un nudo de llanto hundido en alguna articulación de la orquesta que la mantendrá muda hasta deshacerse. Y tengo la onerosa sensación de que toda la vida que me queda no bastará para disolver esa gota dentro de mi alma. Y me persigue la idea de que, si me quemasen vivo, ese obstinado instante sería el último en desaparecer.

¿Quién podría ayudarnos? En una ocasión, cuando todavía estaba embarcado, un mediodía de julio, me encontré solo en una isla, impotente bajo el sol. Un viento etesio favorable me evocaba amables pensamientos, cuando vinieron a sentarse un poco más allá una mujer joven con un vestido transparente que dejaba dibujarse su cuerpo delgado y ágil como el de una gacela y un hombre que en silencio, a un palmo de distancia, la miraba a los ojos. Hablaban una lengua que yo no comprendía. Le llamaba Jim. Sus palabras, sin embargo, no parecían importar y sus miradas absortas dejaban sus ojos ciegos. Pienso siempre en ellos porque son las únicas personas que he visto en mi vida que no tenían el aspecto ávido o abatido que he encontrado en todas las demás. Ese aspecto que los hace pertenecer a la manada de lobos o al rebaño de corderos. Volví a encontrármelos el mismo día en una de esas iglesitas de las islas que uno descubre sólo al tropezarse con ellas y que pierde de vista apenas ha pasado de largo. Mantenían siempre la misma distancia y luego se acercaban y se besaban. La mujer se convirtió en una imagen borrosa y se esfumó, pequeña como era. Me preguntaba cómo habrían escapado de las redes del mundo...

Es el momento de partir. Conozco un pino que se inclina cerca del mar. Al mediodía, regala al cuerpo cansado una sombra medida como nuestra vida y, por la tarde, el viento a través de sus agujas entona una canción extraña, como de almas que hubieran abolido la muerte, en el instante de volver a convertirse en piel y labios. Una vez pasé la noche bajo ese árbol. Al alba yo era un ser nuevo, como si en ese mismo instante me hubieran arrancado de la cantera.

¡Ah, si al menos se pudiera vivir de esa manera, indiferente!

Londres, 5 de junio de 1932.


Yorgos Seferis/ Pedro Bádenas de la Peña

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